Durante mucho tiempo hemos estado invadidos por una lucha -u objetivo- como era la supervivencia. El Covid19 era omnipresente, nos cambió la rutina, nos dirigió la vida. Todos los esfuerzos, conscientes, eran para esquivar el virus. Observábamos nuestro cuerpo para detectar posibles síntomas físicos: dificultad para respirar, tos seca, malestar general, conjuntivitis, mareos, cansancio, anomia,
Durante mucho tiempo hemos estado invadidos por una lucha -u objetivo- como era la supervivencia. El Covid19 era omnipresente, nos cambió la rutina, nos dirigió la vida. Todos los esfuerzos, conscientes, eran para esquivar el virus. Observábamos nuestro cuerpo para detectar posibles síntomas físicos: dificultad para respirar, tos seca, malestar general, conjuntivitis, mareos, cansancio, anomia, erupciones cutáneas, etc. Todos ellos síntomas del coronarivurus.
Evidentemente la identificación de estos síntomas nos produce miedo, azuzado por datos e imágenes cada día más alarmantes (sobre todo, durante las primeras semanas). Un miedo callado para no preocupar a los nuestros y, en especial, entre aquellos que nos encontrábamos separados de nuestros familiares. Un miedo a sentirnos “infectados” (esta era la palabra que se utilizaba en las comparecencias públicas). Un miedo, aunque es difícil de admitir, a la muerte ante las informaciones de miles de fallecimientos provocados por el coronavirus.
Cuando identificamos estos síntomas en nuestro cuerpo, nos ponemos a buscar respuestas y las buscamos en los recursos que la Administración ha puesto en marcha durante esta pandemia: el 061, la app stopcovid19.cat; el CAP de salut; el servicio de salud laboral; los hospitales. Y acudimos a estos servicios, donde las respuestas que nos dan son contradictorias. Tenemos miedo del Covid19 y no nos hacen los tests. Nos dicen que los síntomas podrían ser compatibles pero que: “Vuelva a casa y ya la llamaremos”. Y los síntomas continúan. Y volvemos a visitarnos y… ¡Por Dios, ahora nos dicen que las dificultades respiratorias pueden ser por un trombo de pulmón, por una pericarditis! ¡No, ahora no me asusten más!
Aparece el sentimiento de soledad, de lejanía, de preocupación por la familia que está lejos y con quienes solo nos comunicamos por videoconferencia. En esas comunicaciones nos esforzamos por dar una sensación de tranquilidad, bienestar, fortaleza, cuando nuestro interior está roto. Nos sentimos solas, desvalidas y sin un lugar o una persona ante la cual abocar todo nuestro sufrimiento. Nos hacemos fuertes para que los otros no sufran.
Ante tantas idas y venidas e informaciones vividas como contradictorias, la falta de una certeza sobre la que sostenernos hace que nos embargue la incertidumbre.
Aparece la duda: “Tendré realmente los síntomas que siento o es todo imaginario. Ya no sé lo que siento ni quién soy”.
También puede aparecer la negación: “No estoy ni preocupada, ni triste, ni ansiosa. Las informaciones que me llegan no me afectan e, incluso, no tengo miedo a la muerte. Solo quiero estar bien”.
Miedo, soledad, incertidumbre, duda, negación… sentimientos que se van alternando en nuestra cotidianidad. Los síntomas físicos continúan: estamos mal, nos sentimos cansadas, tenemos dolor. Dolor físico que, posiblemente, sea la manifestación física de ese dolor emocional al que no le damos salida pensando que no es el momento. Pero es que las emociones son como el agua: buscan su propio camino, que suele ser el cuerpo físico, para manifestarse, para aflorar, para hacerse visibles, para enfrentarnos a nosotras mismas, para decirnos de manera muy clara y transparente: “Cuídate, mímate, reconoce tus sentimientos, comparte tu sufrimiento”. Este puede ser el camino para lograr sentirnos un poco mejor.
(Foto: Pixabay)
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