«Cuando la ciencia pierde su valor» (arte. Carles Sànchez, LLigam n.º 54)

Publicada el 15 de febrero de 2021

Es extraño comprobar cómo, muchas veces, en nombre de la ciencia -que todos tenemos como una cosa buena y que solo puede ser usada para hacer el bien a las personas- se cometen atrocidades innominables. No hay que ir muy atrás en el tiempo, ni siquiera transportarnos en la Edad Media donde el binomio ciencia-religión acababa bien a menudo en una hoguera. Tampoco me dedicaré al archiconocido ejemplo de nuestros vecinos alemanes y sus campos de concentración.
Sin tener que recurrir a estos ejemplos tan escandalosos, tenemos casos muy recientes de abuso en las prácticas médicas, donde siempre hay un común denominador: la explotación de personas vulnerables, ya sea por pocos recursos económicos o por carencia de conocimiento.
Uno de los casos más flagrantes es el caso Tuskegee, en los Estados Unidos: un estudio sobre la sífilis. Este estudio empezó el 1932 y no se paró hasta el 1972. En el estudio querían observar qué pasaba en los cuerpos humanos a lo largo de la enfermedad: hasta qué punto podían resistir o degenerar. Más de 100 personas murieron por complicaciones y 28 lo hicieron agonizante por sífilis. Además, se dejaron infectar 40 mujeres compañeras de participantes en el estudio y 17 niños nacieron con sífilis congénita.
El que impacta de este caso es que pasó durante muchos años después de que se hubiera oficializado una cura contra la sífilis (la penicilina) y con el visto bueno de la comunidad científica (aunque no toda). En este caso, se aprovecharon de población vulnerable, puesto que muchos de los participantes no sabían ni siquiera leer. Pero no se trató de un problema de no-información sino que, directamente, se trató de un problema de desinformación: se los decía que tenían sangre mala y nunca se los explicaba que tenían sífilis, tampoco se los hablaba que existía la penicilina y el único de que se los informaba era que si continuaban con “el estudio” las visitas serían gratuitas.

Casos recientes
Pero bien, alguien podría pensar que esto pasó hace muchos años (casi 50) y que ahora estas cosas no pasan.
Desgraciadamente hay más casos y algunos bastante recientes, como uno del 2008: un estudio sobre probióticos para tratar la pancreatitis y que se realizó en Utrecht, Holanda, y que acabó destapándose con la muerte de 24 de los 152 pacientes tratados. En este caso, fue una cadena de errores que no se descubrió, puesto que unos se tapaban a los otros, hasta que fue demasiados tarde. Al final se reconocieron errores graves, como un mal diseño del estudio, investigadores con poca experiencia, desinformación y el hecho que, en algunos casos, no tenían ni el consentimiento informado de los participantes.
Y tendríamos más si fuéramos a mirar la gran cantidad de ensayos clínicos que se trasladan a países en desarrollo para aprovechar legislaciones más benévolas. No tendría que ser así, pero la salud también es un negocio.

Peligros de la desinformación
Así que conviene estar muy alerta sobre todas las emergencias y las cosas que son aparentemente difíciles de entender.
A veces, la confusión y la desinformación nos pueden jugar un mal pase. Para desgracia nuestra, hemos entrado de pleno en una era donde la pseudoverdad y las *fake-*news están al orden del día. Y no hay que esperarse que estas amenazas lleguen de grupos terroristas o conspiradores; por desgracia es una arma que utilicen también, sin ningún escrúpulo, gobiernos y grupos de comunicación.
La desinformación está golpeandonos de pleno en esta pandemia. Gobiernos de todo el mundo, con el apoyo de algunos científicos, presentan como nuevas, cosas que no lo son. Los medios de comunicación (sin excepción), crean terror y confusión cada día hacia un lado diferente. Pero, los datos nunca son presentadas claramente ni científicamente. En otras palabras: si se tratara de un estudio, no pasarían nunca un comité ético.
Otra cosa que llamamiento mucho la atención es la insistencia a responsabilizar la parte más vulnerable, la que tiene un poder de decisión más pequeño: la población. Es un poco, como si en nuestro caso, se hicieran responsables exclusivamente a las familias de tener un familiar con una enfermedad neuromuscular. Nosotros tenemos una parte de responsabilidad, pero quizás la más pequeña. No somos nosotros quien hemos decidido recortar plazas de hospitales, ni canalizar las ayudas hacia las grandes empresas, ni precarizar las condiciones de los sanitarios. Tampoco hemos decidido nosotros abandonar la gente mayor en las residencias… porque son familia nuestra.
Y es que aquí estamos ante una de las cosas más primitivas de la Humanidad: el miedo en la muerte. Ante esta pulsión ancestral, la razón pierde su función y los sentimientos se apoderan de nuestro cuerpo y de nuestras piernas, provocando reacciones que con el jefe frío no pensaríamos nunca de aceptar ni de hacer. El miedo y la emergencia no son buenas compañeras de la ciencia.
El mundo está cambiando. Estemos atentos.

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